Ezequiel Ipar1

Que somos contemporáneos de Freud debería resultar a esta altura una trivialidad. Sus descubrimientos científicos siguen iluminando los análisis más diversos en términos de disciplinas y tradiciones teóricas que toman como objeto problemático la vida del sujeto individual y colectivo. Sin embargo, este hallazgo vuelve a resultar sorprendente y perturbador cada vez que volvemos a descubrir en una época turbulenta y oscura de la historia el significado concreto de esta actualidad de Freud. Pensemos por un momento en los textos que Freud escribió al final de su carrera, esos que van desde El problema económico del masoquismo (Freud, 1924/1986b), pasando por El malestar en la cultura (Freud, 1930 [1929]/1986a), hasta llegar a su grandioso Moisés y el monoteísmo (1938/1986c). Estos textos nos orientan hacia modelos de análisis que dan cuenta de un modo privilegiado de un mundo contemporáneo en el que reemerge la xenfobia en el contexto de crisis económicas, el racismo se despliega por nuestra cultura en diversas formas y se expande el uso ideológico del nacionalismo agresivo, la fobia-LGTBIQ y la violencia de género. Todos estos fenómenos sociales (y políticos), que contienen una dimensión psíquica ineludible para su explicación, requieren ser abordados con conceptos que Freud nos legó: pulsión de muerte, sadismo (y masoquismo), odio a las pequeñas diferencias culturales, identificación agresiva, efecto de masa, etc.

En otro plano, esta misma actualidad llega por el lado de los grandes acontecimientos políticos. En este caso, resulta difícil no reconocer la vigencia del diagnóstico de Freud que asociaba las pulsiones agresivas con la paranoia y un tipo muy particular de narcisismo. Para relevar esta otra actualidad de Freud, solo debemos colocar bajo análisis algunos fragmentos del discurso corriente del presidente del país más poderoso del mundo, que tendría que observar principios de racionalidad y responsabilidad por la capacidad de destrucción con la que cuenta el Estado que gobierna. Solo en el último año, Trump nos ha ofrecido cientos de discursos sintomáticos. Voy a citar solo dos momentos de estos discursos que aparecen con enorme frecuencia en sus cuentas oficiales en las redes sociales. En el primer discurso que me interesa proponer, Trump (7 de octubre de 2019) afirmó: “si Turquía hace algo que yo, en mi grandiosa e inigualable sabiduría, considere extralimitado, voy destruir totalmente y obliterar la economía de Turquía (¡lo he hecho antes!)”. En este pasaje, la relación entre narcisismo, paranoia y pulsiones agresivas aparece prácticamente en la superficie de este discurso público, que tal vez en otro momento habría tenido que construirse de un modo más sutil y subterráneo, aun cuando en definitiva funcionara dentro de la misma economía pulsional. En el segundo fragmento aparece más claro el problema que quiero analizar aquí; me refiero a la reemergencia de un tipo de narcisismo que se enlaza muy fácilmente con la crueldad. En este caso, Trump está advirtiendo a la población de su país sobre la llegada de migrantes a los Estados Unidos, y lo hace refiriéndose a un objeto que aparece representado con la forma de una plaga, al mismo tiempo peligrosa y primitiva. Dice Trump (16 de mayo de 2018):

Tenemos personas llegando a nuestro país o intentando llegar –porque estamos deteniendo a muchos de ellos–, que ustedes no creerían lo malos que son. Estas no son personas, son animales, y nos estamos encargando de expulsarlos del país en un nivel y en una proporción sin precedentes.

Dejamos constancia de que usamos al actual presidente de los Estados Unidos simplemente como caso testigo; podríamos haber usado a muchos otros jefes de Estado actuales como material para ejemplificar un tipo de discurso que exalta las disposiciones agresivas de los sujetos al punto de transformarlas en las pasiones excluyentes de nuestra vida social y política. La conjunción completa de los fenómenos, que nos devuelve la profunda actualidad de Freud, nos muestra, entonces, formas del narcisismo, paranoia, agresividad y crueldad.

Sobre este cuadro de situación de la escena política y social, han aparecido en la literatura especializada y periodística distintos señalamientos y análisis que toman como referentes los “discursos de odio”. No vamos a polemizar ahora con esta nomenclatura que nos parece, al mismo tiempo, adecuada (por lo que señala) y excesivamente abstracta (porque esconde, en la explicación que ofrece, los mecanismos psíquicos que intervienen). Por el momento, nos valemos de los fenómenos tal como son registrados por este concepto que destaca para nuestro tiempo la emergencia excepcional del odio en discursos y prácticas sociales.

Ya pusimos de manifiesto quiénes funcionan como objetos más frecuentes de este odio: migrantes, otros grupos étnicos, otras nacionalidades, miembros de colectivos LGTBIQ y mujeres. Todos estos grupos o individuos se transforman en objetos de odio a través de racionalizaciones más o menos elaboradas que dicen sobre ellos que “vienen de otro lado”, “no son como nosotros”, “pretenden cambiar nuestra forma de vida” y “ponen en riesgo nuestra existencia”. La estructura elemental de estos enunciados ‒que asignan motivos y razones que justifican los odios del xenófobo, del racista, del misógino, etc.‒ parecen seguir, en principio, el interés de autoconservación o la búsqueda ansiosa de la propia utilidad. Al menos de ese modo está escrita la superficie de sus argumentos, que prometen un resguardo contra las amenazas que vienen del exterior y ofrecen la preservación de lo que el sujeto valora de su propia vida. Bajo esta perspectiva, se dice que se odia lo que se cree que constituye una amenaza para la propia existencia o para lo que le resulta útil a la misma.

La interpretación sociológica habitual de este mecanismo social piensa que lo que suele suceder con estos odios es que han atravesado un proceso de desplazamiento y sustitución de sus objetos. Esta lectura, que resulta esclarecedora hasta cierto punto, encuentra al final del proceso ‒esto es, en el odio racista‒ la condensación y el desplazamiento de frustraciones y malestares que son de otra naturaleza. La lectura del mecanismo involucrado aquí sería la siguiente: como los sujetos no pueden resolver lo que les provoca temor dentro del sistema social, proyectan hacia afuera y hacia abajo el odio que les provocan las pérdidas y el deterioro de su posición social. Allí se produce el reemplazo del objeto que no se puede enfrentar ni representar, por otro que sí puede ser enfrentado y representado como una amenaza. El caso típico de este tipo de experiencias es el temor que produce el desempleo en contextos de crisis, cuando el mismo no puede ser superado en la objetividad del mundo socioeconómico2. Pues bien, lo que estaríamos observando serían procesos sociales en los cuales las amenazas a la seguridad y el bienestar se traducirían luego, siguiendo una lógica defensiva, en odios hacia los migrantes, los negros o los diferentes, a quienes se terminaría acusando de ser los responsables de aquellos males. Al mismo tiempo, junto con el malestar que produce la pérdida de acceso a los bienes materiales, estas formas de odio parecen aptas para resolver también lo que se sufre como daño en la autoestima y el reconocimiento social, que las crisis suelen diseminar en distintos grupos sociales. En todos estos casos, los dirigentes políticos que agitan las pasiones políticas del autoritarismo de la opinión pública son aquellos que se encargan de sustituir las causas reales de esos temores económicos y de desplazar dentro de la dinámica psíquica el odio hacia nuevos destinatarios, por lo general a través de una percepción paranoica que pretende reparar imaginariamente al yo-dañado. Como vemos, con esta primera versión de la explicación de la emergencia de los discursos de odio podemos entender de qué modo y a través de qué mecanismos el odio racista, xenófobo o misógino está canalizando el malestar de la crisis social. Son los “grandes personajes” del autoritarismo contemporáneo los que elaboran la mediación de sus momentos, ofreciéndole al público la imagen de un Yo-no-dañado, que disfruta mientras exhibe delante de todos su pretendida omnipotencia.

Pero hay algo que falta y encontramos algo que sobra en esta explicación. Lo que falta es, evidentemente, explicar por qué ese malestar y esos odios, que suponemos que tienen que ser desplazados de sus causas reales dentro del aparato psíquico de los sujetos, eligen esos objetos particulares para descargar el juego de este mecanismo. Del otro lado, lo que sobra en la explicación sociológica habitual es el fenómeno de la crueldad, la infinita intensidad que adquieren en estos casos estudiados las pulsiones agresivas que se aferran con desesperación a sus objetos-víctimas. Con respecto al primer aspecto de lo que permanece inexplicado, digamos por ahora que no habría que sobrevalorar las ideas que afirman que esa selección de objetos sustitutivos para descargar el odio depende radicalmente de la contingencia de las luchas políticas o, por el contrario, las que nos dicen que ese proceso responde al determinismo absoluto de la cultura, que ya posee prefabricados los estigmas y los sistemas de canalización de las energías violentas. Por más que los objetos elegidos tengan algo de azaroso y que su selección no dependa de ninguna propiedad positiva o de ningún vínculo efectivo con los destinatarios del odio, existe en estos desplazamientos algo que tenemos que seguir indagando, que siempre nos provee de información útil sobre el mecanismo general. En esta búsqueda interpretativa habría que destacar algunos elementos importantes. En primer lugar, a los objetos de odio se les atribuyen simultáneamente inclinaciones contradictorias. Por un lado, se denuncia que estos sujetos pretenden aprovecharse del ciudadano corriente, realizando así una inmodificable disposición hacia la ociosidad. Se dice sobre ellos que son vagos, que no saben hacer las cosas como se deben hacer y que les falta fuerza para empeñarse en el trabajo. Sin embargo, la queja que los pone de manifiesto también los considera peligrosos por su excesiva laboriosidad y su aceptación abnegada de las peores condiciones de trabajo. En este caso, lo que se dice es que vienen a trabajar bajo cualquier condición y que les quitan el trabajo a los ciudadanos nacionales. Esta contradicción ‒que los sujetos que odian no llegan a percibir‒ referida al tipo de participación de los objetos odiados en la división del trabajo social es sumamente relevante. El otro elemento, entre varios que habría que relevar con más cuidado, tiene que ver con la referencia reiterada a la sexualidad. Prácticamente todos los objetos odiados están investidos de una carga o un significado sexual: se los imagina promiscuos, se denuncia con suspicacia la cantidad de hijos que poseen y se cuestiona con severidad el desenfreno corporal que muestran en el espacio público. Estos dos planos, el del trabajo y el de la sexualidad, evidentemente están relacionados en la selección de los objetos de odio. Tanto por la rigidez del ideal del Yo que ponen de manifiesto en sus confrontaciones como por el tipo de ambivalencia que todavía dejan traslucir a través de sus contradicciones, todo indica que, para entender la lógica de la selección de estos objetos de odio, tenemos que seguir indagando qué sucede en la vida anímica de los sujetos en esa instancia en la que se cruzan las obligaciones frente al mundo del trabajo con las exigencias de su sexualidad.

El otro aspecto de este proceso que me interesa resaltar en esta oportunidad es el que se refiere a lo que sobra en la explicación sociológica corriente, esto es, al exceso que aparece en estas pasiones del odio bajo la forma de la crueldad. La crueldad es el gran enigma del momento y es el problema frente al cual el psicoanálisis puede realizar el aporte más significativo. Claramente, la crueldad de las manifestaciones de odio y las prácticas violentas que estamos observando en el mundo contemporáneo no se dejan explicar –al menos, no por completo– a partir de las razones utilitaristas implícitas que se les asignan a los comportamientos defensivos. Para defenderse frente a la competencia en el mercado de trabajo que podrían ofrecer los migrantes, se puede entender como respuesta defensiva la idealización de los muros, pero no el deseo de castigarlos y la necesidad de verlos sufrir. Ahí aparece el exceso que es propio de la crueldad, si la entendemos como la necesidad de contemplar o provocar el sufrimiento del otro para obtener una satisfacción que es de un orden diferente al que se proclama en el argumento defensivo. Esta lógica de despliegue de las pulsiones humanas “más allá del principio del placer” no es para nada ajena a lo que nos permite pensar el psicoanálisis freudiano.

Para quienes hacemos trabajo de campo en estudios sociológicos referidos a disposiciones ideológicas y movimientos autoritarios contemporáneos, los diagnósticos de Freud resuenan todo el tiempo. Voy a comentar brevemente un caso que se podría generalizar mediante su confrontación con muchos otros. Se trata de un grupo al que le habíamos propuesto discutir el significado del término justicia social. Si bien en los intercambios de posiciones y argumentos la conversación oscilaba entre las ideas de “ayuda a los más vulnerables”, “igualdad distributiva”, “imperio de la ley” y “leyes que estén derechas”, finalmente la discusión fue derivando hacia versiones muy intensas de punitivismo social. Dentro de esta conclusión provisoria, los participantes decían que la justicia social implica “que la ley sea dura con quien lo merezca”. No importa indagar ahora las razones de la confusión en torno a este importante concepto de nuestra vida democrática, lo que importa es tratar de entender por qué esa discusión comenzó a quedar monopolizada por las ideas de “dureza” y “castigo”, para desembocar luego en la exposición de una crueldad muy intensa. Lo que antecedió a la emergencia de esas expresiones fue un diagnóstico que establecía la inmodificabilidad del comportamiento y de la personalidad de los seres humanos: “para mí no tienen recuperación”, “yo creo que no se pueden reinsertar en la sociedad”. Si bien ahora no se referían solo a un otro-odiado, sino a alguien que ya imaginaban transgrediendo la ley de diferentes formas (más o menos graves, todas mezcladas: desde robar sin usar la fuerza hasta la descripción de una violación), aparecía frente a eso el exceso de la crueldad, que los participantes no tenían ninguna vocación de disimular y que, más bien, tomaban como un motivo de orgullo personal. De hecho, la enumeración de las posibilidades de castigo que iban descubriendo juntos les producían un goce muy evidente. El código penal que comenzaron a fantasear establecía que “el que roba tiene que ir preso de por vida y debe trabajar para producir su propio alimento”, ya que no se merece que le den nada y mucho menos un salario; luego, “el que mata o viola debería morir”, sin reparar en la posibilidad de que pudiera haber ocurrido algún error por parte del tribunal que lo juzgó. Pero aun esta interpretación extrema de la ley del talión les parecía poco, y por eso pedían que quien fuera a ser castigado sufriera antes de que se terminara de ejecutar la pena, incluso o sobre todo si se trataba de la pena de muerte: “yo lo haría sufrir antes de hacerlo llegar a la muerte”, “me gusta hacerlo sufrir o castrarlo y que muera desangrado”. ¿De dónde sale esta necesidad, que se ha vuelto tan intensa en el mundo social, de que el otro sufra más allá de cualquier necesidad? ¿Qué es lo que tenemos que interpretar cuando se agota el potencial explicativo de la hipótesis defensiva, que nos decía que el mecanismo de la sustitución del objeto se regía por la búsqueda de la preservación del Yo en tiempos de crisis? ¿Qué papel cumplen los ideales morales y las ideas de justicia en estas transgresiones del sujeto? Evidentemente, necesitamos recurrir al análisis freudiano del sadismo, pero modulado por la situación social contemporánea. Este asunto es lo último que voy a analizar. Sí sostenemos el concepto de Freud y reconocemos que la crueldad puede satisfacer un deseo oscuro que existe en los sujetos, lo primero que encontramos en la contemporaneidad es un variado y complejo mercado de la crueldad. Se trata, en un sentido muy estricto, de un conjunto de imágenes, representaciones, discursos públicos y fantasías que ofrecen una multiplicidad de objetos y de prácticas en las cuales se puede satisfacer esa parte del sujeto a la que le gusta el sufrimiento inútil del otro. La particularidad de esta situación es que es el propio mercado competitivo el que ofrece, junto con los bienes que tienen un valor por su utilidad, esta otra mercancía, aparentemente extraña y contradictoria, cuyo consumo no aporta ningún placer o beneficio, tan solo la contemplación del padecimiento del otro. Esta es una diferencia importante en relación con el tiempo histórico de Freud, en el cual las identificaciones con las ideologías que movilizaban la crueldad y su promoción a nivel político (nazismo y fascismo) se articulaban en movimientos anticapitalistas o antimercado. Por el contrario, en nuestro tiempo es el propio mercado el que ofrece la posibilidad para la generalización de la crueldad. De hecho, es el propio mercado el que aporta las razones que justifican el goce con el sufrimiento de una multiplicidad de sujetos que han quedado segregados y marcados por los discursos de odio. Este fenómeno, que se extiende desde los medios de comunicación de masas hasta las prácticas más moleculares de muchas instituciones (económicas y políticas), es el que le ha dado vía libre a las formas más intensas de crueldad. La tarea que queda por delante es inmensa. Tenemos que tratar de entender por qué los procesos sociales están haciendo aflorar en los sujetos estas formas de la crueldad y el sadismo, que claramente no pueden coexistir de modo duradero con las pretensiones de una sociabilidad democrática.

Referencias
Freud, S. (1986a). El malestar en la cultura. En J. L. Etcheverry (trad.), Obras completas (vol. 21, pp. 57-140). Buenos Aires: Amorrortu. (Trabajo original publicado en 1930 [1929]).
Freud, S. (1986b). El problema económico del masoquismo. En J. L. Etcheverry (trad.), Obras completas (vol. 19, pp. 161-176). Buenos Aires: Amorrortu. (Trabajo original publicado en 1924).
Freud, S. (1986c). Moisés y el monoteísmo. En J. L. Etcheverry (trad.), Obras completas (vol. 23, pp. 1-132). Buenos Aires: Amorrortu. (Trabajo original publicado en 1938).
Trump, D. J. (16 de mayo de 2018). Remarks by President Trump at a California Sanctuary State Roundtable. WhiteHouse.gov. Disponible en: https://www.whitehouse.gov/briefings-statements/ remarks-president-trump-california-sanctuary-state-roundtable/
Trump, D. J. (7 de octubre de 2019). As I have stated strongly before, and just to reiterate, if Turkey does anything that I, in my great and unmatched wisdom, consider to be off limits, I will totally destroy and obliterate the Economy of Turkey (I’ve done before!). They must, with Europe and others, watch over… [Tweet]. Disponible en: https://twitter.com/realdonaldtrump/ status/1181232249821388801

Notas

Notas
1 Profesor en el área de Teoría Sociológica en la Universidad de Buenos Aires.
2 Recordemos que para la época en la que Freud estaba tan preocupado por la dinámica social de las pulsiones agresivas, países como Estados Unidos o Alemania tenían tasas de desocupación que oscilaban entre el 25% y el 30%, producto del crack financiero del año 1929.

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