Transitoriedades/Incertezas

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Diez años después del ensayo La transitoriedad, Freud (1916 [1915]/1992b) recibe al periodista George Sylvester Viereck (4 de septiembre de 2011/1926) en su casa de verano y conversa con él mientras caminan por el jardín. La contemplación estética y sensual de la naturaleza distrae a Freud mientras atiende las preguntas de su visitante extranjero. Acude a nosotros aquel paseo con Rilke y Lou Andreas Salomé, en el que lo perentorio de la belleza y lo inexorable lo llevan a una reflexión poética sobre la finitud y anticipan sus posteriores investigaciones sobre el duelo y la melancolía, de 1917. Ahora sus teorías se han desplazado y gravitan mayormente alrededor del placer y su más allá. En la entrevista, Freud asume el paso del tiempo con las incomodidades de la vejez. La muerte, como el orden universal, es aceptada, no se rebela. “El último objeto de la vida es su propia extinción” (párr. 40) y, aun más, “toda muerte es un suicidio disfrazado” (párr. 45), “lo que venga después de mi muerte no me concierne. No aspiro a la gloria póstuma” (párr. 18), a la inmortalidad.

Luego agregará: “la Muerte es la compañera del Amor. Juntos gobiernan el mundo” (párr. 38). Este conjunto de reflexiones, desarrolladas en los escritos freudianos de este tiempo, producen una revuelta en el discurso freudiano al alojar la muerte en el mismo amor. Un amor que encuentra su límite en sí mismo (Allouch, 2009, p 66). A la vez, lo póstumo, o el eco de la vida, no parece interesarle a Freud, incluso la idea le resulta incómoda.

Algo más determinante sucedió con escritores y sus obras póstumas, como Virgilio, Kafka o Emily Dickinson. A Virgilio le llevó diez años escribir su obra cumbre, la Eneida. En el momento de su muerte, encomendó que se tiraran en la hoguera los doce libros que había escrito. Así también sucedió con Kafka y El proceso. Emily Dickinson pidió que se quemaran sus 2000 poemas. Estos deseos fueron desoídos por sus allegados, contrariando la decisión de sus autores, que condenaba al exterminio su propia obra y delegaba en los deudos esa prerrogativa.

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