Mariano Horenstein.

Mariano Horenstein reflexiona desde el psicoanálisis sobre el tiempo del coronavirus. La especie que llegó a la Luna ve en estos días su fragilidad y enfrenta nuevos aprendizajes.

Una partícula ni siquiera microscópica sino nanoscópica, un fragmento de ácidos y proteínas que ni siquiera alcanza a ser un organismo vivo tiene en vilo a una especie capaz de poner a un hombre en la Luna. La irrisión del nuevo virus contrasta con el descalabro que ha ocasionado, del que estamos lejos aun de evaluar sus daños e incluso augurar el desenlace. Un virus poco más letal que una gripe –o incluso menos, pero replicable a escala universal– desnuda la fragilidad extrema de la especie humana. Una infraestructura sanitaria desbordada e insuficiente es apenas uno de los modos en que esa fragilidad se revela. También aparece cuando los líderes muestran sus propias inconsistencias, haciendo imposible ignorar que el rey está desnudo. También cuando advertimos que el otro a quien necesitamos es al mismo tiempo el otro que puede contagiarnos.

Cuando surge un peligro como el del virus de esta temporada, un primer reflejo es desentendernos. La familiar omnipotencia confía en que no es asunto nuestro, los que se enferman y mueren siempre son los otros. Algunos, apalancados en ese reflejo habitual que proyecta en el otro lo que preferimos no reconocer en nosotros, lo utilizan abyectamente para justificar su solapado racismo. Así hizo el presidente Trump en su discurso previo al cierre de fronteras de EE.UU., donde calificó al Covid-19 como un virus extranjero. Entonces, lo único que cabe es defenderse del extranjero, considerado él mismo como un virus.

Solo que en esta nueva pandemia que enfrentamos no son los inmigrantes magrebíes que se hacinan en los márgenes de Europa ni las caravanas de centroamericanos que pretenden llegar a EE.UU. los responsables de su transmisión: los portadores del virus son europeos blancos y cristianos, pasajeros de cruceros de lujo, funcionarios de empresas transnacionales o turistas de primera clase. Esta pandemia dificulta el mecanismo básico de segregación que nos constituye como grupo humano: dejar afuera al distinto, cercarlo, distinguirlo, y así darle consistencia imaginaria a nuestro propio grupo de pertenencia. Y la dificultad radica en que, por la asombrosa rapidez de su diseminación en tiempos globales, ya China queda lejos en la cadena de transmisión, y el peligro es aquel a quien nos parecemos y no de quien nos diferenciamos.

Con esa manía humana de distinguir para confortarnos dentro de lo semejante, nos hubiera gustado nombrar a este virus como la peste de Wuhan, tanto como el MERS era la de Medio Oriente o la gripe de siglo atrás era la española, pero los intentos de la humanidad organizada de lidiar con esta amenaza ha sabiamente despojado a la peste de su calificativo chino para reducirlo a un nombre técnico: Covid-19.

Pensar en un virus en tanto extranjero, limita nuestra posibilidad de defensa al imaginar que alcanza con cerrar fronteras y denegar visas para permanecer indemnes. A la vez, al asumir que nada hay de extranjero en nosotros –pues el extranjero es siempre el otro, la amenaza– se niega la evidencia de que un virus se transmite en función de vínculos, y que la especie humana es humana justamente gracias a esos vínculos. Implica un forzamiento brutal el expulsar hacia el afuera la idea de peligro, porque la extranjería nos constituye. Y en ese sentido no hay lucha eficaz contra un agente patógeno sin considerar que éste también anida o anidará en nosotros, en nuestras relaciones, dentro de nuestras fronteras siempre porosas con el otro.

La especie humana está expuesta desde el nacimiento al desamparo. Nacemos prematuros, a diferencia de muchos animales, y es la larga temporada en la que dependemos de otro lo que nos hace humanos, la que nos permite el nivel inédito de logros que la humanidad ha alcanzado. Esa necesidad imperiosa del otro que nos alimente y proteja nos lleva a ilusionarnos con un otro sin falla, dueño del poder de salvarnos, esa ilusión bajo la cual los niños se permiten crecer. Con el tiempo la realidad se encarga de desmentir esa ficción fenomenal, y el modo en que se tramite esa desilusión será fundante de la estructura psíquica de cada uno.

En situaciones críticas, depositamos en otros –ya no nuestros padres, aunque sí nuestros gobernantes, nuestras instituciones– el ejercicio de la función de cuidado, de definir el límite a partir del cual algo ha de hacerse o evitarse. Esa apuesta de que haya otro, figura de la ley –médico, presidente o protocolo– que proteja es también una ficción, pues ese otro al que precisamos sostener para poder sostenernos se enfrenta a la misma perplejidad, está inerme ante la misma angustia que nosotros. Al mismo tiempo, ha de encarnar, como el héroe de una tragedia, al personaje capaz de ayudar a los simples mortales a atravesar un mar de incertidumbre. Ver que ese otro capaz de salvarnos está tan desvalido como los que precisamos ser salvados es fuente de angustia y parálisis, e intentamos todos los modos posibles de desmentir esa evidencia. Somos seres de ficción que precisamos ficciones para sobrevivir, ésta es una de ellas.

Aunque una situación crítica sea común para todos, el modo en que cada uno lee el peligro, lo decodifica y reacciona es singular. Aunque puedan trazarse regularidades, las respuestas de nuestra especie son siempre individuales. La gama de reacciones catalogables se encuentra entonces ante la imposibilidad de abarcarlas a todas, tal como le sucediera a Borges con los animales de su enciclopedia china. Fóbicos que extreman su sensibilidad al punto de no querer tocar ni su propio cuerpo devenido zona de peligro, ciudadanos normales ejercitando una paranoia siempre a mano ante un peligro que siempre pareciera acechar desde afuera, obsesivos que tardan más en lavarse que en ensuciarse o histerias desatadas que encuentran en la proliferación de grupos de chat una plataforma tan inédita como insustancial para multiplicarse hasta el infinito. Ni hablar de las fantasmagorías hipocondríacas o la labilidad sugestiva que por momentos nos hace vivir nuestros cuerpos en función del relato de los síntomas con que se nos bombardea, o el costado perverso de algunos de nuestros congéneres que encuentran algún oscuro goce en no cuidar al otro del que son responsables, en violar cuarentenas necesarias o jugar un juego de riesgo donde la satisfacción de mirar de frente al abismo no repara en gastos.

Las situaciones críticas siempre son reveladoras, hacen visibles las costuras de los tiempos, las contradicciones de los sistemas políticos, las miserias de nuestros semejantes de pronto convertidos en enemigos. Las situaciones de pretendida normalidad permiten que lo política y moralmente correcto primen, que los buenos modales y el consenso democrático gocen de algún prestigio y que los extremismos ideológicos queden reducidos a los márgenes de la población. Las situaciones de peligro en cambio, como ha sucedido en tiempos de guerra, de dictadura o cataclismo, muestran no solo la verdad de la especie sino también la de cada uno de nuestros congéneres.

En un caso donde es una epidemia lo que está en juego, y donde la vía de contagio es a través de aquellos con quienes tenemos un contacto más estrecho, todo se potencia. Pese a los intentos de nombrar al peligro como extranjero, es el prójimo el peligroso, aquel con quien trabajamos o dormimos, con quien nos movilizamos o a quien compramos o a quien le vendemos o con quien estudiamos o bailamos. Y el peligro radica también en que en oportunidades como ésta el prójimo aparece sin vestiduras, sin maquillaje, mostrándonos su pavor o su egoísmo, sus prejuicios o su radical desentendimiento, aquello de lo que los humanos, sabemos por experiencia histórica, somos capaces.

Como escribió Hölderlin, sin embargo, allí donde crece el peligro crece también la salvación. Pues es gracias a ese otro que nos constituye y que puede matarnos, que también podemos salvarnos. Es en la microfísica de las relaciones donde se trama un modo efectivo del cuidado, cuidando al otro, cuidándolo incluso de uno mismo.

Nuestra especie no solo es capaz de desarrollar vacunas o tratamientos en tiempo real, en una carrera de velocidad con los virus que la amenazan, sino que también sabe aprender de la experiencia, convertir la lógica de infección en la lógica de prevención. Como en la génesis de la esperada fórmula que logre inmunizarnos, lo que se juega aquí es la posibilidad de asumir que aquello extranjero sea quizás lo más íntimo, la esperanza de convertir el veneno del virus en vacuna. Quizás eso nos haga merecedores, a diferencia de las estirpes condenadas a la soledad, de nuevas oportunidades sobre la tierra.

Mariano Horenstein, ex-editor en jefe y actual colaborador de Calibán, Revista Latinoamericana de Psicoanálisis.

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