Una conversación con Sudhir Kakar*

Esta conversación con Sudhir Kakar, vestido con kurta, chaleco y pantalones, comienza en el bullicioso coffee shop de la Ambedkar University, en South Delhi, y termina en un intercambio escrito, más propicio a las preguntas que le propongo. Oralidad y textualidad se funden tal como Oriente y Occidente en este psicoanalista, escritor e intelectual indio, una de las personalidades más influyentes del mundo, según publicaciones como Le Nouvel Observateur o Die Zeit, intérprete de la mentalidad india, acostumbrado tanto a dar conferencias en Europa o Estados Unidos como a conversar con sabiduría de gurú con el Dalai Lama o con estrellas hollywoodenses.

Al escucharlo tengo la sensación de que usted es una suerte de gurú… ¿Es una impresión correcta?

¡También yo tengo esa sensación! [Ríe].

¿Cómo llega uno al conocimiento? La idea occidental es de un pensamiento muy crítico… Aquí la idea es rendirse completamente al gurú: se absorbe más rindiéndose al gurú que con pensamiento crítico, pero después de absorberlo…, hay que matarlo, aunque no desde el principio, con el pensamiento crítico.

Pero finalmente el discípulo debe matar al gurú, o al analista… o al padre…

O lo que él sostiene…, que uno ya no lo necesita porque tiene al gurú dentro.

En Occidente la palabra gurú no tiene prestigio como en India, donde es un asunto más complejo. ¿Podemos pensar en el psicoanálisis como una práctica del tipo gurú?

Los gurús no son solamente indios, aunque la India parece ser su hábitat natural. Su atracción convoca a quien comparta la visión romántica de la realidad. En contraste con la visión trágica, que ve la vida llena de aflicciones incomprensibles, con gran cantidad de deseos destinados a quedar insatisfechos y cuyo final es la muerte del cuerpo, esta otra visión de la vida no es una búsqueda trágica, sino romántica. La búsqueda puede prolongarse en varios nacimientos, con el objetivo y la posibilidad de aprehender otro nivel de realidad, superior, más allá de la realidad compartible, verificable, empírica de nuestro mundo, nuestros cuerpos y nuestras emociones. El gurú mantiene la promesa de un acceso a esa realidad superior, llena de transformaciones radicales de la vida y la conciencia.

Otra razón de la atracción del gurú yace en el hecho de que, salvo los psicópatas, la mayoría de los seres humanos son profundamente morales, en el sentido de la nostalgia inconsciente de un yo ideal que esté libre de todas esas distorsiones demasiado humanas como lujuria, ira, envidia, narcisismo y demás, que afligen a nuestros yo empíricos, tal como lo experimentamos en nuestra vida cotidiana. El gurú incorpora entonces ese yo ideal. Establecer una relación con el gurú a través de dos grandes constructos de la imaginación humana, la idealización y la identificación, es establecer una relación con un yo ideal, moral.

Para quienes están influidos por las ideologías modernas de igualitarismo originadas en Occidente, la susceptibilidad de los seguidores del carisma de un gurú se verá como la reflexión de un yo debilitado, de una ayuda psíquica que necesita revertirse mediante la idealización y la identificación con un gurú que despierta la esperanza a través de su propia posesión de una inconmovible confianza en sí, abarcando compasión y certeza en sus convicciones. Para estas personas modernas, la rendición ante el gurú por parte de sus seguidores es signo de una regresión infantil, la rendición del adulto.

La visión tradicional india de la rendición es radicalmente diferente y mucho más positiva. Un gurú escribe sobre la experiencia de los seguidores: “Cuando uno se rinde ante el gurú, se convierte en un valle, un vacío, un abismo, un pozo sin fondo. Se adquiere profundidad, no altura. Esta rendición puede sentirse de muchas maneras. El gurú comienza a manifestarse en uno; su energía comienza a fluir dentro de esa persona. La energía del gurú fluye continuamente, pero para recibirla uno debe convertirse en un útero, un receptáculo”. Otro elogia de esta manera los méritos de la rendición: “Hay solo dos maneras de vivir: una es en el conflicto constante, y la otra es en la rendición. El conflicto lleva a la angustia y el sufrimiento…, pero cuando alguien se rinde con comprensión y ecuanimidad, su casa, su cuerpo y su corazón se completan. La antigua sensación de falta y vacío desaparece”. La experiencia occidental con demoníacos líderes carismáticos de religiones o naciones (Hitler, Stalin) encontrará una dificultad natural ante el elogio tradicional indio de la rendición y de la idealización e identificación como motores de la transformación psíquica. Ambos, creo, acordaríamos, no obstante, que la atracción de un gurú es un fenómeno que reside en el origen mismo de la vida y la interacción humanas.

Y, aun así, la “fantasía del gurú” ‒concretamente, la existencia de alguien, en algún lugar, que sanará las heridas sufridas en relaciones anteriores y disipará las sombras del alma para que vuelva a brillar como nueva en su estado prístino‒ es común a muchas culturas. Independientemente de la suscripción consciente a la ideología del igualitarismo y a una relación médico-paciente más contractual, muchos pacientes occidentales se acercan al análisis y al analista con una “fantasía de gurú” total que, sin embargo, está más oculta y menos accesible a la conciencia que en la India, Irán u otros países asiáticos.

Usted ha sido una suerte de intérprete de la mente india para Occidente. ¿Cree que esta tarea puede hacerla también un occidental?

Por supuesto. Uno solo tiene que estar consciente de que el conocimiento psicoanalítico de una cultura, de la mente de su pueblo, no es equivalente a su conocimiento antropológico, aunque haya superposiciones entre ambos. El conocimiento psicoanalítico es principalmente el conocimiento de la imaginación de la cultura, de su fantasía tal como está codificada en sus productos simbólicos, mitos y leyendas, su arte popular, su música, su literatura y su cine. Un analista occidental que desee sumergirse en la imaginación de una cultura por un período prolongado, hablar su lengua y conocer a su gente en el encuadre clínico, ciertamente puede hacer este trabajo.

¿Qué hace e hizo Occidente con las tradiciones orientales, y viceversa?

Creo que un aumento de los intercambios entre el psicoanálisis y las tradiciones orientales de sanación por la vía de la meditación tiene la mayor de las posibilidades de rejuvenecer ambas tradiciones. En Occidente, la recepción psicoanalítica de las tradiciones orientales se ha limitado a algunos psicoanalistas que se han interesado en aprender la filosofía y las prácticas de mitigación del sufrimiento del budismo, y conciliarlas con su propia tradición de investigación psicoanalítica. En Oriente, el interés de los maestros espirituales por aprender del psicoanálisis ha sido aún más limitado. Creo que esto puede y debe cambiar en beneficio de ambos. Para dar sólo unos pocos ejemplos: en psicoanálisis, la empatía es un requerimiento central para el analista en formación, la herramienta principal para lograr información y entender al paciente. La tolerancia y la compasión son precursoras de la empatía, y podemos observar de manera fructífera el budismo y otras tradiciones espirituales en busca de ideas para cultivarlas. De hecho, resulta extraño que a menudo los aspirantes a psicoanalistas hayan oído pero no vivido experiencias personales en torno a uno de los requisitos centrales de la profesión: escuchar al cliente con una sostenida atención libre y flotante, que cada analista logra de manera más o menos informal y por sí mismo, sin supervisión. Tal experiencia, ausente en los programas de capacitación psicoanalítica, podría brindarla de manera sencilla un taller de meditación de cuatro o cinco días, como los de vipassana. Como ha observado el analista C. Clement al reflexionar sobre su propia experiencia, el analista que ha experimentado este modo de meditación es propenso a escuchar a sus pacientes de una manera diferente. Es propenso a estar más sintonizado con las sutiles e incipientes punzadas de miedo, tristeza o indefensión. Dicho analista es también capaz de sostener estos sentimientos de manera más prolongada y profunda antes de desembocar en el tranquilizador esfuerzo de organizar e interpretar.

Esto me lleva a una cuestión mucho más compleja. ¿Pueden conciliarse los métodos budistas y psicoanalíticos de transformar las emociones? Mi respuesta al respecto es un rotundo no. En la terapia psicoanalítica uno busca acceso al inconsciente del cliente a través de métodos como la asociación libre, esto es, la manifestación de lo primero que viene en mente, prestando atención a errores, vacilaciones, sueños y fantasías del cliente, y a lo que sucede de manera inconsciente entre el cliente y el terapeuta. El lenguaje y las palabras juegan un rol importante pero no exclusivo en la terapia psicoanalítica.

Desde la perspectiva budista y su énfasis en la experiencia directa, el lenguaje y las palabras nos distraen de la experiencia directa. Crean distancia de la inmediatez de la experiencia para hacer el trabajo cognitivo necesario para la comunicación con el terapeuta. Este desdén por el lenguaje es compartido por las tradiciones espirituales hindúes. Como decía el santo indio Dadu en el siglo XVI: “El gurú le habla primero a la mente, después con la mirada del ojo. Si el discípulo no logra entender, finalmente le instruye por la boca. […] Aquel que entiende una palabra hablada es un hombre común. Aquel que interpreta un gesto es un iniciado. Aquel que lee el pensamiento insondable e inescrutable de la mente es un Dios”. En esto los psicoanalistas se diferencian de las tradiciones orientales, pero es posible atender las advertencias budistas sobre las limitaciones del lenguaje y hacerse más sensibles a los matices del silencio y a otras comunicaciones no verbales en el encuadre terapéutico.

En mi opinión, los psicoanalistas no pueden ni deben rechazar el vehículo de lenguaje y palabras que ha permitido tal riqueza de insight a las obras de la mente humana. También es posible preguntarse si el foco exclusivo del budismo en la experiencia directa proviene de una idealización de sus prácticas de meditación. Sin embargo, muchos psicoanalistas admiran y se enorgullecen de su tradición como hermeneutas de la sospecha, y creen que muchos budistas funcionan en una hermenéutica de la idealización. Tal vez los psicoanalistas puedan contribuir a la práctica budista en la comprensión de la dinámica inconsciente de la relación discípulo-maestro, es decir, que el discípulo tome conciencia de su cambiante reacción transferencial hacia el maestro, y el maestro espiritual de las reacciones inconscientes de contratransferencia hacia el discípulo. Se puede lograr que el maestro espiritual sea consciente del peligro psicológico que representa la idealización masiva de sus discípulos, un peligro que crece con su importancia como maestro. Las transferencias negativas, los sentimientos negativos y las proyecciones malignas son fáciles de manejar. Es que provocan un grave malestar psíquico, llevándonos a rechazarlas al discriminar interiormente lo que nos pertenece y lo que otros discípulos proyectan en nosotros. Esta dolorosa motivación para rechazar la invasión del yo por parte de los otros no existe cuando tales proyecciones son muy gratificantes desde un punto de vista narcisista, como resultan de manera invariable en el caso de los discípulos que adoran al maestro. Es difícil no sentir al menos el humo del incienso que una multitud quema en tu altar al proclamar tu grandeza. Finalmente, el psicoanálisis dudará sobre si la transformación de emociones o su completa eliminación como meta de la práctica espiritual es un logro permanente aun en los casos de maestros iluminados. Estará siempre bajo amenaza por parte de las fuerzas más oscuras de la psiquis. Uno nunca deja de ser humano.

Su análisis de formación fue en alemán… ¿Qué falta cuando uno se analiza en un idioma diferente de la lengua madre? ¿Qué se gana?

Cuando repaso mi análisis de formación en alemán, solo puedo decir que mi intensa necesidad de ser entendido por el analista, necesidad que compartía con cada paciente, dio nacimiento a una fuerza inconsciente que me hizo minimizar aquellos aspectos culturales de mi yo que creía resultarían demasiado extranjeros a la luz de la experiencia de mi analista alemán, en el amor transferencial, que pensé era más cercano al analista, incluso por el hecho de compartir intereses, actitudes y creencias conformados por su cultura. Esta intensa necesidad de cercanía y comprensión ‒paradójicamente, al apartar aspectos de mi yo cultural del espacio analítico del entendimiento‒ fue epitomada por el hecho de que pronto empecé a escribir cuentos y a soñar en alemán, el idioma de mi analista, algo que no hice antes o después de mi análisis. Más tarde, años después de la finalización del análisis, entendí también que hay un grado de pobreza emocional en un análisis realizado en un idioma distinto al de la lengua madre, en la que tanto de la cultura nativa propia está codificado. La lengua madre, el lenguaje de la niñez, está íntimamente relacionado con experiencias sensorio-motrices emocionalmente vívidas. El psicoanálisis en un idioma distinto al propio del paciente a menudo corre el riesgo de conducir a un pensamiento operativo, es decir, a expresiones verbales carentes de vínculos asociativos con sentimientos, símbolos y recuerdos. Aun cuando sea gramaticalmente correcto y rico en léxico, el idioma extranjero padece pobreza emocional, por cierto, tanto más cuanto más tempranos sean los recuerdos en juego.

Las deficiencias emocionales de un idioma adquirido tardíamente ‒el alemán, en mi caso‒ han sido dramáticamente demostradas por un experimento en el que se plantea esta cuestión a los sujetos: se aproxima un tren a gran velocidad; si es posible empujar a una persona a las vías y así detener el tren, lo cual salvaría la vida de otras seis que están algo más adelante, ¿lo haría? Al escuchar la pregunta y responderla en la lengua madre, la mayoría de la gente muestra signos de un dilema emocional y responde que no empujaría a esa persona provocándole la muerte. La misma pregunta en el idioma adquirido evoca una racionalidad calculada mucho mayor y demuestra la predisposición a empujar a dicha persona para salvar la vida de otras seis.

Foucault, a quien no le agradaba el psicoanálisis, pensaba que era una suerte de transformación espiritual. ¿Cuál es el lugar de lo espiritual en psicoanálisis?

Foucault está en lo cierto si repensamos el psicoanálisis no solo como un tratamiento médico, sino también como una iniciativa espiritual, una búsqueda de transformación por la vía del autoconocimiento que amplía el rango de nuestra compasión y nuestra empatía. Un análisis exitoso sería el que condujera a la autocomprensión y al crecimiento de una sabiduría que enriqueciera nuestra vida con significado, y nos llevara a actuar más allá de nuestros estrechos intereses. No se conformaría con alcanzar el ideal freudiano del individuo autónomo, sino que lo consideraría un paso en el camino hacia un individuo comprensivo.

El psicoanálisis será visto entonces, como prefiero hacerlo, como una práctica moderna de meditación, una meditación racional de dos personas (analista y analizando), con un lugar especial entre otros métodos introspectivos que provienen de las tradiciones espirituales del mundo.

¿Cuál será, en su opinión, el futuro del psicoanálisis?

Creo que el psicoanálisis clásico tiene un futuro limitado como método de tratamiento, aunque las psicoterapias realizadas por psicoanalistas seguirán atrayendo a quienes no solo busquen un alivio de los síntomas, sino también su significado. Su futuro estará con todos aquellos que busquen una introspección profunda, especialmente biográfica, dentro de la conformación de su psiquis.

Desde su fundación, el psicoanálisis ha ubicado la historia en un lugar de relevancia. ¿Cree que en la actualidad debemos otorgar el mismo lugar a la geografía?

Creo que, en el futuro, las contribuciones más importantes al psicoanálisis, que puedan renovar su actual estancamiento teórico y conceptual, pueden surgir en Asia. La geografía del psicoanálisis será tan importante como su historia.Las contribuciones de Asia al psicoanálisis en primer lugar relativizarán los aspectos que hoy suelen considerarse universales. En segundo lugar, en mi reconfiguración de un futuro psicoanálisis como disciplina de meditación, las contribuciones asiáticas proporcionarán el impulso de los conceptos y las prácticas de meditación de las ricas tradiciones espirituales de sus sociedades, sin que el psicoanálisis pierda su singularidad en la búsqueda de la verdad psíquica.

Por favor, ilústrenos sobre el complejo nuclear, pero en el contexto asiático: Ganesha, Ajase, etc.

Freud consideraba el mito de Edipo la narrativa hegemónica de todas las culturas y todos los tiempos, aunque actualmente hay suficiente evidencia para sugerir que su preeminencia podría limitarse a algunas culturas occidentales en ciertos períodos de su historia. En otras palabras, el complejo de Edipo, en una variación o en otra, bien puede ser universal, pero no tiene la misma hegemonía en todas las culturas.

La versión que tenemos a partir del psicoanálisis, la notable importancia de su versión, es particularmente occidental, no tan omnipresente en la imaginación de otros pueblos. En la mayoría de las leyendas populares del mundo, por ejemplo, en la historia y en el poder de la imaginación, resulta central el matricidio, y no el parricidio.

En India, la narrativa hegemónica es la de Devi, la Madre-Diosa en sus muchas formas, y lo que he llamado el “embelesamiento materno” de las etapas preedípica y edípica. Por embelesamiento materno entiendo el deseo de separarse de la madre junto con el terror de la separación, el deseo de destruir a esa madre envolvente que también asegura la supervivencia del infante, y, adicionalmente en el niño varón, el deseo incestuoso que coexiste con el terror inspirado por una abrumadora sexualidad femenina.

Ya en la triangulación de la etapa edípica, para el niño el padre es menos un rival que un aliado en el encuentro con la abrumadora dimensión materna-femenina; la necesidad del hijo de una “alianza edípica” ‒es decir, del firme apoyo, la solidaridad y la disponibilidad emocional del padre en una etapa de la vida en la que los peligros del embelesamiento materno están en su pico‒ es mayor que el conflicto edípico. En el complejo de Ganesha, los mitos quieren que el hijo sacrifique en favor del padre su propio derecho a la actividad sexual y la ascendencia generacional. Así lo hace el hijo para desviar la envidia del padre y el temor primitivo de aniquilación en manos del padre, y a la vez mantener intacto el lazo de amor entre padre e hijo.

El mito de Ganesha invierte también la causalidad que postula el psicoanálisis entre las fantasías de parricidio y filicidio. El peso está más en el miedo al filicidio que en la culpa edípica del parricidio. En otra de sus variaciones en torno al complejo de Ajase, Okonogi lo considera la narrativa dominante del yo masculino en Japón. Así mismo, en Irán caracteriza también el principal mito iraní en torno a las relaciones padre-hijo, el de Rustam y Sohrab.

¿Cree que el psicoanálisis, tan sensible a las diferencias personales, es menos sensible respecto de las culturales? ¿Cómo se podría ser un “analista sensible a la cultura”?

Reconociendo que los seres humanos comparten características universales, pero que son muchas menos de lo que creen muchos analistas, si no la mayoría. Un analista sensible a la cultura reconoce que muchas proposiciones psicoanalíticas sobre lo que constituye la madurez psicológica, los comportamientos apropiados según el género, las resoluciones “positivas” o “negativas” de los complejos y conflictos del desarrollo, que suelen tener la apariencia de verdades universales, son en realidad la incorporación de la experiencia y de los valores de la clase media occidental a la teoría psicoanalítica. Para dar un ejemplo: la diferenciación de seres humanos en géneros masculino y femenino es universal, pero es nuestra herencia cultural la que luego elabora lo que significa ser, parecer, pensar y comportarse como mujer o como hombre. Esto resulta más claro si uno piensa en las esculturas griegas o romanas, que tanto han influido en las representaciones de género occidentales. En ellas, los dioses masculinos se representan con cuerpos firmes, musculosos, el pecho sin grasa alguna. No hay más que comparar las esculturas griegas y romanas con las representaciones escultóricas de los dioses hindúes o de Buda, con cuerpos más blandos, flexibles, y en la insinuación de sus pechos, más próximos a la forma femenina.

La diferenciación virtualmente menor entre masculino y femenino en las representaciones de la cultura hindú de la India se ve reforzada por una extendida e importante forma de religiosidad, el vaishnavismo (también conocido en castellano como visnuismo), que no solo legitima los esfuerzos femeninos del hombre, sino que los eleva al nivel de búsqueda religiosa-espiritual. Es una cultura en la que un héroe como Gandhi puede proclamar públicamente haberse convertido mentalmente en una mujer, y que hay tantas razones para que un hombre desee haber nacido mujer como para que una mujer desee lo contrario, y dar por sentado que tocará una fibra sensible en la audiencia. Entre el mínimo de diferenciación sexual necesaria para funcionar de manera heterosexual con un módico nivel de placer y el máximo que elimina todo sentido de empatía y de contacto emocional con el otro sexo, percibido así como una especie diferente, hay todo un rango de posiciones, cada una ocupada por una cultura que insiste en considerarla la única madura y saludable.

Pero también agregaría que, como alguien que aspira a ser un analista sensible a la cultura, no soy un relativista cultural, sino un universalista en grado mínimo. Aun cuando cuestione gran parte de la superestructura psicoanalítica, sigo apoyándome en sus fundamentos y suscribiendo sus supuestos básicos: la importancia de la parte inconsciente de nuestra mente en nuestros pensamientos y acciones, la significación vital de las experiencias tempranas en la vida posterior, la importancia de Eros en la motivación humana, el interjuego dinámico, conflictos incluidos, entre las partes conscientes e inconscientes de la mente, y la importancia vital de la transferencia y de la contratransferencia en la relación entre terapeuta y paciente. Todo el resto es libre, y así como hemos empezado a hablar de modernidad en plural, de diferentes modernidades, quizá pronto estemos hablando de psicoanálisis japonés, francés, chino, argentino e indio. Tal vez necesitamos considerar los universales no como lo que se comparte, sino como lo que deberíamos tener en común, no como lo que es, sino como lo que resulta deseable.

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