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Carla Rodrigues2

Era un jueves, 30 de diciembre de 1976, vísperas de Año Nuevo, que en el pequeño balneario de Armação dos Búzios solían ser tranquilas, con rituales al lado del mar en la Praia dos Ossos, principal núcleo urbano de entonces. Fue ese día que el empresario Doca Street disparó cuatro tiros, tres de ellos en el rostro de su novia, Ângela Diniz. Por haberse cometido el crimen en Búzios, entonces distrito de Cabo Frio, el juicio, con un jurado popular del que solo participaron hombres, tuvo lugar en la pequeña ciudad del litoral norte del Estado de Río de Janeiro, hoy con doscientos mil habitantes y, a fines de los años ochenta, apenas una pequeña provincia. En el primer juicio, Doca Street fue condenado a dos años de prisión, a cumplir en libertad, resultado obtenido por el criminalista Evandro Lins e Silva con la estrategia de culpar a la víctima por su propia muerte. Su argumentación mostró a Ângela, conocida en los diarios como la Pantera de Minas, como una mujer promiscua, haciendo lo que siempre se hace con las mujeres: juzgando en aquella que ha sido asesinada la culpa de su propia muerte, como hizo Lins e Silva en 1980, en su discurso final:

La “mujer fatal”, ese es el ejemplo dado para que el hombre se desespere, para que el hombre sea llevado, a veces, a la práctica de actos en los que él no es idéntico a sí mismo, y actúe contra su propia naturaleza. Señores del jurado, la “mujer fatal” encanta, seduce, domina, como sucedió en el caso de Raul Fernando do Amaral Street. (Ordem dos Advogados do Brasil, s. d., párr. 62-63) “Mujer fatal” es un sintagma importante en ese contexto porque juega con la ambigüedad de ser fatal como objeto de amor y ser fatal para sí misma: una mujer capaz de provocar su propia muerte.

Al mismo tiempo en que la vieja cantinela del femicidio prestaba el servicio de librar a los hombres de sus crímenes, las mujeres brasileñas –que ya estaban movilizadas en la segunda ola feminista, por lo menos desde 1975, cuando la Organización de las Naciones Unidas estableció que ese fuera el Año Internacional de la Mujer– que pensaban y actuaban sobre eso que se llamaba condición femenina salieron a las calles a protestar por el resultado del juicio. La sentencia del primer juicio fue reformulada en un segundo juicio, en 1981, y Doca Street fue condenado a quince años.

Cumplió tres en régimen cerrado, dos en uno semiabierto, diez en libertad condicional. Con ello, pensábamos haber desacreditado el argumento de legítima defensa de la honra y del crimen pasional para justificar el asesinato de mujeres, antigua tradición local.

Desde el Brasil colonial, el marido ya estaba autorizado a matar a la mujer en caso de adulterio. Llegó la proclamación de la República, y en 1890 la ley todavía permitía el homicidio de la mujer adúltera. Con la justificación de sufrir “perturbación de los sentidos y de la inteligencia”, el marido no tenía que responder por el asesinato. Visto por la lente de la historia, el jurista Lins e Silva no habría innovado con el argumento de legítima defensa de la honra para conquistar la libertad de Doca Street, sino apenas recurrido a una vieja tradición de violencia contra las mujeres. En ese contexto, situar el problema como histórico ha sido mi método de abordaje de esta violencia como un fenómeno desde siempre autorizado, sea por la ley, sea por el comportamiento de la víctima, que suscita su propia muerte y, así, asume también la culpa por haber sido asesinada.

Resta, entonces, al menos un problema: si la violencia contra las mujeres fuese apenas una huella histórica de la cultura patriarcal, del machismo estructural, ¿a qué conceptos recurrir para comprender el número creciente de asesinatos que nos hacen creer que estamos frente a una novedad? En 2017, cada 10 femicidios cometidos en 23 países de América Latina y el Caribe, 4 ocurrieron en Brasil. Cada 6 minutos hay en Brasil una denuncia de violencia contra la mujer. Escribo ahora, en octubre de 2019, y ya fueron 60.580 registros, el 78% relacionados con violencia doméstica.

Fue por la dificultad de encontrar un aborda- je para el tema que decidí comenzar conjugando dos preguntas: ¿Quien ama no mata?3, cuestión tomada del slogan que animó el movimiento de mujeres en los ochenta, y: ¿Por qué nos matan? En la reivindicación “quien ama no mata” está implícito que hay un sujeto que ama y que ese sujeto, si de hecho amase, no mataría. O sea, podría deducirse de ello que, si cada día tenemos más muertas, es porque cada día somos, además, menos amadas. Busco pensar más allá del amor de un hombre por una mujer para ampliar la cuestión e intentar llegar a proponer como hipótesis que existe una misoginia estructural que solo podrá pensarse si consideramos la violencia contra la mujer en todas las instituciones de la sociedad. Cito a Michel Foucault (1976/1999):

Cuando ustedes tienen una sociedad de normalización, cuando ustedes tienen un poder que es, al menos en toda la superficie y en primera instancia, en primera línea, un biopoder, pues bien, el racismo es indispensable como condición para poder quitar la vida de alguien, para poder quitarles la vida a otros. La función asesina del Estado sólo puede ser asegurada si el Estado funciona en el modo del biopoder, por el racismo. (p. 306)

Traigo de Foucault el concepto de biopoder y su articulación con el racismo porque me parece necesario extraer de la violencia contra la mujer su carácter familiar y personal para poder pensarla como fenómeno de una biopolítica que autorice que se quite la vida de los otros, de algunos otros muy específicos. La función asesina del Estado no se da- ría, así, solo en sus modos más explícitos, por ejemplo, cuando un policía dispara contra un joven negro. La función asesina del Estado se mostraría donde esté funcionando una autorización a la violencia, sea contra las personas negras, como en el racismo identificado por Foucault –las estadísticas muestran que las mujeres negras son mayoría entre las víctimas de femicidio–, sea contra los indígenas, contra los pobres, contra la población carcelaria, contra personas homosexuales o transexuales. La hipótesis de una misoginia estructural me permite conferir al odio a las mujeres un carácter más amplio, que no solo quede restringido a la relación de pareja, sino que forme parte de todas las esferas institucionales de la sociedad: Estado, economía, cultura, de tal forma que la violencia se comprenda como tan estructural como el racismo señalado por Foucault, lo que además me permite pensar la importancia de la alianza con los movimientos negros y su lucha antirracista.

Uno de los problemas de algunos instrumentos jurídicos como la Ley Maria da Penha y el femicidio como agravante penal es contribuir a restringir la violencia contra la mujer al ámbito doméstico. La ley Maria da Penha circunscribe el ámbito de la agresión al campo familiar, y el femicidio como agravante penal clasifica el asesinato como crimen horrendo cuando incluye menosprecio o discriminación a la condición de mujer, caracterizando como femicidio el crimen perpetrado por el compañero, marido, novio, en fin, por un hombre con quien la mujer se relacione afectivamente.

¿Pero no sería toda violencia doméstica contra la mujer justamente una demostración de ese menosprecio que el aparato jurídico solo describe en la esfera doméstica? A esta pregunta puedo agregar entonces algunos problemas: si la misoginia es estructural y excede la relación de pareja, y el agravante penal del femicidio limita el problema a lo que significa matar “a la propia mujer”, ¿no sería el agravante penal una especie de confirmación de la misoginia, pero también de su autorización, si bien por la vía punitivista? ¿Qué se mata cuando se mata a una mujer?

Notas

Notas
1 Una primera versión de estos argumentos fue debatida en el Espaço Brasileiro de Estudos Psicanalíticos (EBEP) en marzo de 2019, en el simposio Mulheres, femininos e feminicídios. Esta investigación sobre violencia es parte del proyecto Judith Butler: Do gênero à violência de estado, con apoyo de la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado do Rio de Janeiro (Faperj).
2 Filósofa, profesora del Departamento de Filosofía de la Universidade Federal do Rio de Janeiro.
3 La frase “Quien ama no mata” pasó de las calles a la televisión cuando, en 1982, la Rede Globo estrenó la miniserie con ese título, inspirada en crímenes pasionales que movilizaron la opinión pública en esa época. Con autoría de Euclydes Marinho, bajo la dirección de Daniel Filho y Dennis Carvalho, la serie estuvo en el aire entre julio y agosto de 1982, y presentó veinte episodios con historias de violencia doméstica entre parejas de clase media. Más sobre la serie en: http://memoriaglobo.globo.com/programas/entretenimento/minisseries/quem-ama-nao-mata/trama-principal.htm

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